Romanos 6-8
Una palabra
con la que podría describir al apóstol Pablo es: Sabiduría. Él era un hombre
lleno de amplios conocimientos, resultado por supuesto, de su profunda relación
con Dios y también de sus estudios y su experiencia en la fe cristiana. Por
eso, después de explicar magistralmente a los romanos (Y a nosotros), como la
justificación es solo mediante la fe, aclaró también que no por ello
vamos a perseverar en el pecado para que la gracia abunde; nosotros que
hemos muerto al pecado a través de la sangre preciosa de Cristo, simplemente no
podemos seguir viviendo en él. Dicho en otras palabras: La gracia no es excusa
para pecar. Una cosa es clara, antes éramos pecadores, pero cuando Cristo
murió en la cruz, nosotros morimos con él. Así que el pecado ya no nos
gobierna. Al morir, el pecado perdió su poder sobre nosotros. Alguien podría
decir que, como ya no somos esclavos de la ley, sino que estamos al servicio
del amor de Dios, podemos seguir pecando, pero eso no es posible. Quien siempre
obedece a una persona, llega a ser su esclavo, por eso nosotros podemos servir
al pecado y morir, o bien obedecer a Dios y recibir su perdón. Antes, eramos
esclavos del pecado, pero gracias a Dios que obedecimos de todo corazón la
enseñanza que Él nos dio, ahora hemos librado del pecado, y estamos al servicio
de Dios para hacer el bien. Y esto sí que es bueno, pues el vivir sólo para Dios,
trae como resultado la vida eterna; mientras que quien sólo vive para pecar,
recibirá como castigo la muerte. No podemos permitir que el pecado nos use
para hacer lo malo, antes bien, entreguémonos a Dios, y hagamos lo que a Él le
agrada; así el pecado ya no tendrá poder sobre nosotros. Esto no quiere decir
que obedecer la Ley ahora sea pecado, pues sino hubiese sido por la Ley, no
habríamos entendido lo que es el pecado en primer lugar, ya que ella lo
señala. Cuando no se conocía la ley, cada quien vivía tranquilo; pero con
la ley, podemos darnos cuenta de que somos pecadores y de que ese pecado nos
hace vivir alejados de Dios. Por tanto, no es la Ley la que nos lleva a la
muerte, es el pecado que cometemos y que está escrito en ella; podemos decir,
entonces, que la ley viene de Dios, y que cada uno de sus mandatos es bueno y
justo; ya que, al ser conscientes del pecado, sabiendo que somos simples
hombres mortales, y esclavos de nuestras pasiones, podemos reconocer a Cristo
como el único remedio para la condenación; entonces, somos libres, y podemos
servir a Dios de manera distinta. Ya no lo hacemos como antes, cuando
obedecíamos la antigua ley, sino que ahora obedecemos al Espíritu Santo.
Nuestra
carne siempre quiere pecar, nuestros deseos egoístas no nos permiten hacer lo
bueno, pues aunque quieras hacerlo, no puedes lograrlo. Es como si en lo
más profundo de tu corazón trates de obedecer la ley de Dios, pero te sientes
como en una cárcel, donde lo único que puedes hacer es pecar. Sinceramente, deseas
obedecer la ley de Dios, pero no puedes dejar de pecar porque tu cuerpo es
débil para obedecerla. ¿Entonces? ¿Cuál es la solución ante tan grande
frustración? ¿Quién nos librará de este cuerpo, que nos hace pecar y nos
separa de Dios? ¡Es Jesucristo quien nos ha librado! Y ese es nuestro regalo
mas precioso. Por eso, aunque no puedas obedecer la Ley por completo, ella
cumple su propósito al mostrarte que necesitas algo más para poder ser
rescatado que tu mismo no puedes proporcionarte. Por lo tanto, los que vivimos
unidos a Jesucristo no seremos castigados. Ahora, por estar unidos a él, el
Espíritu Santo nos controla y nos da vida, y nos ha librado del pecado y de la
muerte. Dios ha hecho lo que la ley de Moisés no era capaz de hacer, ni podría
haber hecho, porque nadie puede controlar sus deseos de hacer lo malo. Dios
envió a su propio Hijo, y lo envió tan débil como nosotros, los pecadores. Lo
envió para que muriera por nuestros pecados; así, por medio de él, Dios
destruyó al pecado. Lo hizo para que ya no vivamos de acuerdo con nuestros
malos deseos, sino conforme a todos los justos mandamientos de la ley, con la
ayuda del Espíritu Santo. Los que viven sin controlar sus malos deseos,
sólo piensan en hacer lo malo; pero los que viven obedeciendo al Espíritu Santo
sólo piensan en hacer lo que desea el Espíritu. Si vivimos pensando en todo lo
malo que nuestros cuerpos desean, entonces quedaremos separados de Dios; pero
si pensamos sólo en lo que desea el Espíritu Santo, entonces tendremos vida
eterna y paz. Todos los que viven en obediencia al Espíritu de Dios, son
hijos de Dios, porque el Espíritu que Dios les ha dado no los esclaviza ni les
hace tener miedo. Por el contrario, el Espíritu nos convierte en hijos de Dios
y nos permite llamarle Papá. El Espíritu de Dios se une a nuestro espíritu, y
nos asegura que somos hijos de Dios, y como somos sus hijos, tenemos derecho a
todo lo bueno que él ha preparado para nosotros. Todo eso lo compartiremos con
Cristo, y si de alguna manera sufrimos como él sufrió, seguramente también
compartiremos con él la honra que recibirá. Por eso, los sufrimientos por los
que ahora pasamos no son nada, si los comparamos con la gloriosa vida que Dios
nos dará junto a él. Sabemos que Dios va preparando todo para el bien de
los que lo aman, es decir, de los que Él ha llamado de acuerdo con su plan; y
sólo nos queda decir que, si Dios está de nuestra parte, nadie podrá estar en
contra de nosotros. En medio de todos nuestros problemas, estamos seguros
de que Jesucristo, quien nos amó, nos dará la victoria total; y que nada podrá
separarnos del amor que Dios nos ha mostrado a través de Jesús, nuestro Señor y
Salvador.
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