La amenaza
como hecho que puede producir un daño provocado por un acontecimiento, es
totalmente contraria a la calma; así como el temor es totalmente contrario a la
confianza. Es una tarea enormemente angustiante y digamos también agotadora
tratar de mantenernos calmados pero amenazados, y confiados pero con temor.
Como seres con la plena capacidad de decisión que nos fue otorgada por nuestro
creador, debemos tomar partido en la posición donde queremos mantenernos.
Todo hijo de Dios ante
cualquier circunstancia, evento o suceso debe encontrar respuestas en la
Palabra, que es, la luz que puede disipar toda inconsistencia o debilidad en
nuestra fe. Establecen las Sagradas Escrituras que debemos echar toda nuestra
ansiedad sobre Dios pues él tiene cuidado de nosotros (1° Pedro 5:7); sin
embargo, aunque muchos sean los creyentes totalmente convencidos de que Dios
tiene el control de sus vidas, también están con la misma fuerza convencidos de
que es imposible vivir sin preocupación ante los evidentes desafíos de la vida
terrenal a pesar de ese cuidado celestial; es una triste contradicción, pero es
a su vez, evidentemente real. Posiblemente estemos dejando muchas puertas
abiertas en nuestras muy vulnerables emociones y son ellas las que se imponen
al momento de tener una determinada reacción, no siendo así nuestra fe, que es
la única que podría hacernos mantener firmes e inconmovibles ante cualquier
daño inminente, la que se evidencie.
La ansiedad es una
respuesta emocional que está relacionada con la supervivencia, con el miedo,
la ira y la tristeza; pero hay una esperanza inefable que se impone para
preservar y resguardar a todo aquel que decide creer en Dios y en su Palabra y
no en los eventos circunstanciales que se producen con inevitabilidad en el
mundo; es Dios mismo quien tiene todo el poder de guardar en completa paz
nuestros pensamientos, pero sólo si esos pensamientos perseveran en El y confían
en El (Isaías 26:3).
No nos dejemos consumir y
disminuir por nuestras emociones, que generalmente se establecerán en angustia
e inquietud llegando a convertirnos en producto de nuestras fragilidades y
dudas haciéndonos como las olas del mar, impulsadas por el viento y echados de
una parte a otra. Para que nuestros pensamientos perseveren en Dios es
necesario que seamos renovados y transformados en el espíritu de nuestro
entendimiento; que nuestra mente esté repleta de la Palabra viva y eficaz que
puede fortalecer nuestra convicción en Jesús y en la paz que Él quiere y puede
proporcionarnos. No nos conformemos a vivir de acuerdo a las corrientes de este
mundo y de los incrédulos, y renovemos nuestras mentes con pensamientos
eternos, para comprobar cuál es la voluntad de Dios que será siempre buena,
agradable y perfecta. (Ro 12:2).