jueves, 10 de noviembre de 2016

La Biblia en un año #Dia290

Lucas 1-2

Ya llegamos al tercer evangelio, el cual es considerado como el más extenso de los cuatro; su autoría se atribuye generalmente al evangelista Lucas, y relata la vida de Jesús de Nazaret, centrándose especialmente en su nacimiento, ministerio público, muerte y resurrección. La intención del escritor es la profundización de la fe, mostrando a Cristo como el Salvador de los hombres, resaltando su espíritu de misericordia. De acuerdo a la doctrina bíblica, a diferencia de Mateo y Marcos, Lucas no narra estas historias de forma vivencial, pero si pudo recopilar suficiente información para crear su relato, a través de testigos oculares cuyos testimonios se relacionan entre si. El autor empieza dedicando su relato a un un personaje llamado Teófilo de quien no se conoce mucho, sin embargo, se ha dicho en la tradición cristiana que este nombre significa "amigo de Dios", o "amado de Dios", por lo cual se ha especulado que podría tratarse de un personaje simbólico que representa a todos los cristianos. En el preámbulo del texto, el autor le dice a Teófilo, que después de haber investigado muchísimo acerca de la vida y obra del Mesías, decidió crear ese texto para que él pudiera estar seguro de la veracidad de todo lo que le habían enseñado. En este sentido, todos como receptores de la Palabra de Dios, podemos ser Teófilo. Lucas anuncia el nacimiento de Juan el Bautista. Sus padres, Zacarías y Elisabet eran justos a los ojos de Dios y cuidadosos en obedecer todos los mandamientos del Señor; sin embargo, no tenían hijos porque Elisabet no podía quedar embarazada y los dos eran ya muy ancianos. Zacarías era sacerdote, y un día mientras se encontraba sirviendo en el Templo, se le apareció un ángel del Señor y le dijo que Dios había oído su oración, Elisabet le daría un hijo y le pondrían por nombre Juan. Este ángel también le anunció que Juan iba a ser grande para Dios e iba a ser lleno de su Espíritu Santo aun antes de nacer. Sería un hombre con el espíritu y el poder de Elías; prepararía a la gente para la venida del Señor y haría que muchos israelitas volviesen al Señor su Dios. Pero Zacarías no creyó lo que el ángel le dijo y como consecuencia se quedó mudo hasta el nacimiento del niño. Tiempo después, Elisabet quedó embarazada. Cuando Elisabet estaba en su sexto mes de embarazo Dios envió al ángel Gabriel a Nazaret, a una virgen llamada María. El ángel le comunicó a María que había hallado gracia delante de los ojos de Dios, y que por eso había sido escogida para concebir y dar a luz a su hijo, al cual llamarían Jesús. Él sería muy grande y lo llamarían Hijo del Altísimo; y su reino no tendría fin. Cuando el ángel del Señor explicó a María como sucederían todas las cosas, ella simplemente dijo: He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra. Luego María fue a ver a Elisabet para contarle lo que había sucedido, y cuando se vieron, el bebé de Elisabet saltó en su vientre y Elisabet se llenó del Espíritu Santo. Bienaventurada fue María, porque creyó que se cumpliría lo que le fue dicho de parte del Señor. María alabó y glorificó el nombre de Dios, y luego de esto, se cumplió el tiempo para el nacimiento de Juan, y para el momento de la ceremonia de circuncisión, Zacarías pudo hablar de nuevo y comenzó a alabar a Dios. Zacarías fue lleno del Espíritu Santo y profetizó acerca del nacimiento del Mesías, un poderoso Salvador del linaje real de su siervo David, el cual redimiría a su pueblo de sus pecados.

Fue Belén de Judea la ciudad encargada de recibir al Rey de los judíos, el cual fue envuelto en tiras de tela y acostado en un pesebre, pues al momento del alumbramiento, José y María aún no encontraban donde pasar la noche. Esa misma noche, un ángel de Dios se les apareció a unos pastores que cuidaban ovejas y les dijo que había nacido el Salvador, ¡El Señor! De pronto, muchos ángeles aparecieron en el cielo y alababan a Dios cantando: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad. Los pastores fueron de prisa a Belén, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Luego salieron y contaron lo que el ángel les había dicho acerca del niño. Todos los que estaban allí se admiraron al oírlos. Cuando el niño cumplió ocho días de nacido, lo circuncidaron y le pusieron por nombre Jesús. Así lo había pedido el ángel, cuando le anunció a María que iba a tener un hijo. Cuarenta días después de que Jesús nació, sus padres lo llevaron al templo de Jerusalén para presentarlo delante de Dios. En ese tiempo había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que obedecía a Dios y lo amaba mucho; este hombre vivía esperando que Dios libertara al pueblo de Israel. El Espíritu Santo estaba sobre Simeón, y le había dicho que no iba a morir sin ver antes al Mesías que Dios les había prometido. Ese día, por orden del Espíritu Santo, Simeón fue al Templo; cuando los padres de Jesús entraron en el templo con el niño, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó el nombre de Dios. Dijo que podía morir en paz pues Dios había cumplido su promesa de permitirle ver al Salvador, y dijo que Él sería una luz que alumbraría a todas las naciones y sería la honra del pueblo de Israel. En el templo estaba también una mujer muy anciana llamada Ana, que era profetisa. Esta mujer estuvo casada cuando era joven durante siete años, pero había quedado viuda, y a la edad de ochenta y cuatro años, se pasaba noche y día en el templo ayunando, orando y adorando a Dios. Llegó justo en el momento que Simeón hablaba con María y José, y comenzó a alabar a Dios. Habló del niño a todos los que esperaban que Dios rescatara a Jerusalén. Luego de haber cumplido con todas las exigencias de la ley del Señor, María y José regresaron a su casa en Nazaret de Galilea; allí el niño crecía sano y fuerte. Estaba lleno de sabiduría, y el favor de Dios estaba sobre él. Jesús se mantuvo viviendo con sus padres en Nazaret, aunque cada año iba con ellos a Jerusalén a celebrar el festival de la pascua. En una oportunidad estando allí, se quedó en el Templo sentado entre los maestros religiosos, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que lo oían quedaban asombrados de su entendimiento y de sus respuestas. María y José no sabían que muchas veces que pensar o que hacer respecto a esas cosas, pero Jesús siempre fue obediente a sus padres terrenales y mientras crecía, aumentaba su tamaño en sabiduría y en estatura, y en el favor de Dios y de toda la gente.


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