jueves, 6 de octubre de 2016

La Biblia en un año #Dia240

    Ezequiel 44-48

    Hoy terminamos de leer Ezequiel, intento pensar que lectura es más interesante, pero la verdad es que cada día trae consigo una nueva riqueza espiritual y aún intelectual. Ezequiel fue llevado nuevamente a la puerta exterior del Templo y Dios le dijo que esa puerta debía estar siempre cerrada, no se porque siempre que veo una orden así de parte de Dios, temo si los israelitas serían obedientes o no; durante mucho tiempo habían sido como niños indisciplinados a los cuales los padres imponían ciertas normas y ellos solo las quebrantaban para convertirse en personas de conductas insensatas y rebeldes; pero como el mismo Dios dijo que este seria un nuevo rebaño de hijos fieles, puedo estar en paz. Volviendo a la puerta, nadie podía ni abrirla ni entrar por ella, porque por ella había pasado el Dios de Israel; únicamente el gobernador de la nación podía sentarse debajo de esa entrada para disfrutar de una comida en la presencia de Dios, pero aún para entrar y salir, solo podía usar la antesala de la puerta. Por la entrada norte, vio Ezequiel que la Gloria de Dios llenaba todo el Templo y volvió a caer rostro en tierra; el Señor le estableció claramente al Profeta las normas a seguir para entrar en su Santuario, y todos los israelitas debían cumplirlas. (Aquí viene el temor otra vez jaja). Ningún extranjero que no se hubiese circuncidado podía entrar al Templo, y los hombres de la tribu de Leví que lo habían abandonado cuando Israel decidió rendir culto a dioses falsos, podían servir de porteros, ayudar a sacrificar a los animales y ayudar al pueblo, pero ya no podían ministrar como Sacerdotes, ni tocar ninguno de los objetos santos del Señor ni sus ofrendas santas. Ellos debían cargar con la vergüenza de todos los pecados detestables que cometieron,  y servirían como cuidadores del Templo, solo a cargo del trabajo de mantenimiento y las tareas generales. A esta lectura yo la llamaría: De Sacerdote a conserje. Miremos bien si es a Dios a quien estamos adorando, y como lo estamos haciendo. 

    Los sacerdotes levitas de la familia de Sadoc continuaron sirviendo fielmente en el Templo cuando los israelitas abandonaron a Dios para rendir culto a ídolos, por eso el Señor los escogió como Ministros. Aquí se cumple la Palabra que dice: El que es fiel en lo poco, en lo mucho se le pondrá. Aquel digno, para servir a Dios, no es el apto para hacerlo; sino el temeroso, el obediente y el fiel a sus principios. Estos Sacerdotes estarían en la presencia de Dios y ofrecerían la grasa y la sangre de los sacrificios, solo ellos entrarían en el Santuario y se acercarían a su mesa para servirlo. Hay una conducta que deben tener hoy los Ministros de Dios, y también la había en ese entonces; Los sacerdotes no debían beber vino antes de entrar al atrio interior; y podrían casarse únicamente con una virgen de Israel o con la viuda de un Sacerdote; no podrían casarse con otras viudas ni con mujeres divorciadas; enseñarían al pueblo la diferencia entre lo santo y lo común, entre lo puro y lo impuro; y servirían de jueces para resolver cualquier desacuerdo que surgiera en el pueblo basados en las ordenanzas del Señor. Los sacerdotes no tendrían ninguna parte ni porción de la tierra, porque solo Dios sería su preciada posesión. Su alimento provendría de las ofrendas y los sacrificios que el pueblo llevara al Templo: las ofrendas de grano, las ofrendas por el pecado y las ofrendas por la culpa. Todo lo que alguien apartara para el Señor, pertenecería a los sacerdotes. Respecto a la división de la tierra, cuando se repartiera la tierra entre las tribus de Israel, deberían apartar una sección para Dios, la cual sería su porción santa. De ese terreno se apartaría un área cuadrada que sería para el Templo, donde también se apartaría una porción de terreno para las casas de los Sacerdotes. También se apartaría un terreno para el gobernador, de modo que no tuviese que quitarle terreno a nadie. Las ofrendas para el culto, la fiesta de la Pascua y la fiesta de las Enramadas volverían a ser instituidas, pareciera como que poco a poco todo estuviese volviendo a su lugar, ¿Cierto? Para las ofrendas se harían divisiones de sesenta partes iguales y se le daría una parte al Señor; así como uno de cada cien litros de aceite, y dos de cada doscientas ovejas, las cuales todas debían ser entregadas al gobernador de Israel. 

    La presencia de Dios hacía de su Templo un lugar tan maravilloso, que aún por debajo de su entrada, había un río que desembocaban en el mar muerto, y allí el agua salada se volvía dulce; por dondequiera que pasaran esas aguas, habría muchos peces y de muchas clases. Todo lo que se moviera en esas agua viviría, porque ellas harían que lo amargo se convirtiera en dulce. En las dos orillas del río crecería toda clase de árboles frutales, y sus hojas nunca se caerían, sino que se usarían como medicina. Esos arboles iban a ser regados con el agua que salía del Templo, y el fruto que darían cada mes serviría de alimento. ¡Todo lo que Dios hace es perfecto! Todo es aprovechable y todo es beneficioso para sus hijos. Respecto a los limites de la tierra de Israel, debía ser repartida por partes iguales entre las doce tribus, pero a la tribu de José debían darle dos partes. Esa tierra era su herencia, y debían repartirla por sorteo entre las doce tribus; en el reparto debían incluir a los extranjeros refugiados, y también a los hijos que ellos tuviesen mientras viviesen en el territorio de Israel. En la repartición debían también apartar el territorio para Dios, el cual estaría en la parte sur de Judá; ese territorio sería ocupado únicamente por los Sacerdotes descendientes de Sadoc. La ciudad de Jerusalén sería de forma cuadrada, y tendría dos mil doscientos cincuenta metros por lado. En cada lado habría tres entradas, y cada una tendría un portón que llevaría el nombre de una de las tribus de Israel, conforme a los cuatro puntos cardinales, en el siguiente orden: Los portones del norte: Rubén, Judá y Leví; los portones del este: José, Benjamín y Dan; los portones del sur: Simeón, Isacar y Zabulón; los portones del oeste: Gad, Aser y Neftalí. La muralla que rodearía la ciudad sería de nueve mil metros, y a partir de ese día, la ciudad se llamaría: “Casa de Dios”. Que hermoso... Aleluya a nuestro Dios. ¡Quiero ir a Jerusalén! Lo deseo tanto, tanto, ¡TANTO!




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