jueves, 22 de septiembre de 2016

La Biblia en un año #Dia228

    Lamentaciones 1-5

    Hoy leeremos el Libro de Lamentaciones, el cual es atribuido también a la pluma de Jeremías por la tradición judía y también cristiana, apoyando sus afirmaciones en el hecho de que el contenido de los poemas corresponden a la época en que vivió el profeta al contemplar la Jerusalén devastada. Se dice que lamentaciones fue escrito por Jeremías luego de que sus profecías acerca de la destrucción de Judá se cumplieron, y que es probablemente el libro más triste de la Biblia, y es que su nombre realmente no puede contradecir esta apreciación. Por cuarenta años había estado este profeta advirtiendo al pueblo de Dios sobre sus juicios, hasta que finalmente la batalla se produjo y llegó a su fin, Jerusalén fue sitiada, saqueada y arruinada. Entonces es cuando Jeremías manifiesta su llanto y dolor por la ciudad arrasada y escribe su lamento; claro está, con una nota final de esperanza que fue mucho más allá de las ruinas de su ciudad, el Señor es fiel. Yo no había querido escribirlo, pero realmente me siento un poco identificada con este profeta, porque a pesar de que trato de esforzarme para servir a Dios con amor, compromiso y total disposición, la verdad es que me duele mucho esa indiferencia pasiva que muchas veces existe en el pueblo de Dios respecto sus propósitos y a la obediencia a su Palabra; aunque trato cada día solo desafiarme a mi misma en el cumplimiento de mi llamado, no deja de "afligirme" la muchas veces fría apatía en mi entorno, como le sucedió a este mensajero de Dios.

    La bella Jerusalén había sido finalmente despojada de toda su majestad, se deshonró a sí misma con inmoralidad y no pensó en su futuro; Jeremías dijo que el fuego que Dios había mandado del cielo para su nación, también le quemaba a él los huesos, y que en la ciudad no se hallaba ningún otro sufrimiento como el suyo. El corazón de Jeremías estaba deshecho, y las lagrimas en su rostro no se podían contener; su alma se enfermaba de angustia. En su enojo el Señor cubrió de sombras a la bella Jerusalén, la más hermosa de las ciudades de Israel yacía en el polvo, derrumbada desde las alturas del cielo. En su día de gran enojo el Señor no mostró misericordia ni siquiera con su Templo, y destruyó sin compasión todas las casas en Israel. Toda la fuerza de Israel desapareció ante la ira feroz del Dios todopoderoso. El Señor hizo exactamente lo que se había propuesto, y cumplió todas las promesas de calamidad, rechazó su propio altar, despreció su propio santuario y entregó los palacios de Jerusalén a sus enemigos; las vidas de los judíos se extinguían en las calles, todos desfallecían de hambre; Jeremías lloró hasta que no tener mas lágrimas, su corazón se destrozó y su espíritu se derramó de angustia al ver la situación tan desesperada de su pueblo, hasta llegar al punto de cuestionar a Dios y decirle:  ¿Debieras tratar a tu propio pueblo de semejante manera?, pero el Señor destruyó a Jerusalén sin misericordia.

    Jeremías fue testigo de todas las aflicciones que provinieron de la vara del enojo de Dios, y a pesar de estar rodeado de tinieblas, angustia y amargura, se atrevió a mantener su esperanza y exclamó, su universalmente conocida declaración en el cuerpo de creyentes: Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias, nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad. Jeremías, y aún nosotros podemos estar confiados en que el Señor no desecha para siempre, pues aún si aflige, también se compadece debido a la grandeza de su amor inagotable; pues él no se complace en herir a la gente o en causarles dolor, y ese nunca será su plan inicial. Si Jeremías, aun en medio de una tan enorme devastación y dolor, pudo recobrar fuerzas en el Altísimo y confiar en sus propósitos con sus hijos, también podemos hacerlo nosotros en medio de cada prueba y desafío que se nos pueda presentar. Para el hijo de Dios SIEMPRE hay esperanza, y así como Israel recobró su brillo y su luz, siendo reedificada y restablecida por Dios, así podemos hacerlo todos los que confiamos en su inigualable poder. Así que aún sumergidos en "lamentaciones", podemos alzar nuestras manos, doblar nuestras rodillas, y esperar en silencio por la salvación del Dios viviente; pues, el que permite de algún modo el dolor, es el mismo que puede sanarlo. 





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