viernes, 9 de septiembre de 2016

La Biblia en un año #Dia216

    Jeremías 7-10

    La obediencia es y siempre será el mayor de los sacrificios que puedas ofrendar a Dios, y ella se antepone a las victimas, porque mediante las victimas se sacrifica la carne ajena, en cambio por la obediencia se sacrifica la voluntad propia. El Señor todopoderoso, el Dios de Israel, le dijo a su pueblo que lo que Él quería, era que ellos se comportaran como él lo había ordenado para que les fuese bien, esto, antes que cualquier tipo de holocausto o sacrificio; pero ellos no quisieron obedecerlo ni hacerle caso, sino que tercamente se dejaron llevar por las malas inclinaciones de sus corazones, y en vez de volverse a él, le dieron la espalda. De nada servía que los judíos escogieran los mejores animales para ofrecerlos en el Templo de Dios como ofrenda, cuando al salir de Templo, robaban, mataban, cometían adulterio, juraban falsamente, ofrecían incienso a Baal, y daban culto a dioses paganos. La adoración de Israel no era genuina, la religiosidad y la incredulidad los había consumido; y aunque creamos que esto está muy lejos de sucedernos a nosotros, si debemos reflexionar cada día en el fondo, y aún en las formas de la adoración que estamos ofreciendo a nuestro Dios. El Templo del Señor somos nosotros, la Iglesia de Jesucristo somos nosotros, el único sacrificio vivo, santo y agradable que debemos presentar delante de Él es una vida de obediencia y de honra, conservada con total pureza y autenticidad. Basta ya de religiosidad, de sacrificios y servicios mediocres, para continuar siendo los mismos seres carnales incapaces de recibir la unción de Dios; es hora de ser lámparas de adoración encendidas, brillantes y resplandecientes, donde verdaderamente dejes de ser tuyo para ser de Cristo. Jeremías en su dolor y lamento, trató de interceder por su pueblo, y rogó a Dios para que los librara del castigo venidero, pero el Señor estaba tan ofendido que le dijo que no suplicara ni insistiera, el juicio vendría, y la ira de Dios sería como un incendio que no se apagaría.

El Señor preguntó: ¿Por qué Israel?  ¿por qué me traicionaste? ¿Por qué, Jerusalén, renegaste de mí para siempre? ¿Por qué te empeñas en ser rebelde y no quieres volver?; El Señor había estado escuchando con atención y no oyó a nadie que se arrepintiera de su maldad y tuviese la franqueza de decir: volveremos a nuestro Dios. La nación no quiso obedecer al Señor su Dios, ni quiso ser corregida; se aferraron a sus mentiras y no quisieron regresar al camino que les había sido enseñado. Jeremías lloró por su pueblo, su corazón estaba destrozado; una profunda pena lo embargó al escuchar el lamento de Judá por toda la tierra; ¿Por qué? Se preguntaba Jeremías, ¿Por qué mi pueblo abandonó a su Rey? Las lagrimas no le eran suficientes para derramarlas dia y noche por ellos, hubiese preferido marcharse lejos y no ser testigo de todo su adulterio y de todas sus traiciones; todos se engañaban y se estafaban entre sí, ninguno decía la verdad; con la lengua, entrenada a fuerza de práctica, repetían sus mentiras y pecaban hasta el cansancio; amontonaron para si calumnias, y rechazaron por completo el conocimiento de Dios. ¿No habrían de ser castigados por eso?, decía el Señor; ¿No habría de tomar venganza contra semejante nación?. Jerusalén se convertiría en un montón de ruinas, y todas las ciudades de Judá serían abandonadas; ¿Quién podía tener suficiente sabiduría para entender todo esto? ¿Por qué habría de ser tan aruinada esta tierra? porque el pueblo de Dios abandonó sus instrucciones, se negó a obedecerlo, y en cambio, se pusieron tercos y siguieron sus propios deseos: ¿No es esto algo común aún en nuestros días?. El llanto llegaría a Jerusalén, y entre ruinas y humillaciones, la muerte se deslizaría por sus ventanas. Los egipcios, los edomitas, los amonitas, los moabitas, la gente que vivía en el desierto en lugares remotos, todos serían castigados; aún lo sería la gente de Judá, quienes al igual que todas estas naciones paganas, también habían demostrado tener un corazón incircunciso. La idolatría trae destrucción, y los dioses inútiles, asegurados con martillos y clavos, que necesitan que los lleven en los brazos porque no pueden caminar, nunca, jamás podrán compararse con el único y soberano Dios, pues Él es grande y su nombre está lleno de poder. ¿Quién no le temería al Rey de las naciones? ¡Ese título le pertenece solo a Él! Entre todos los sabios de la tierra y en todos los reinos del mundo no hay nadie como Dios; el Señor es el único Dios verdadero, Él es el Dios viviente y el Rey eterno. Los ídolos son inútiles, en el día del juicio, todos serán destruidos; pero el Dios de Israel, no es ningún ídolo; Él es el Creador de todo lo que existe, incluido Israel, su posesión más preciada;  ¡El Señor de los Ejércitos Celestiales es su nombre! Y es el único digno de ser exaltado y adorado en todas las naciones de la tierra. 


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