Isaías 28-30
Tanto
el reino del norte (Israel), como el reino del sur (Judá), se enfrentarían a la
condenación por parte de Dios, y el primer anuncio fue la destrucción de
Samaria, capital de Israel; esta ciudad era como una corona que llenaba de
orgullo a sus habitantes, pero era una ciudad de borrachos, y sus jefes eran
como flores secas y marchitas. Asiria era un pueblo poderoso, Dios lo
tenía preparado como una tormenta de granizo, como lluvia torrencial
y destructora, como una terrible inundación, que con su poder y su
fuerza echaría por tierra a la ciudad de Samaria, y le quitaría ese adorno de flores marchitas; el
cual sería arrancado como una fruta madura. Ese día, la corona
maravillosa ya no sería Samaria, sino el Dios todopoderoso para la gente que
quedase con vida. Por aquí en Venezuela dicen: Cuando veas las barbas de tu
vecino arder, pon las tuyas en remojo; sin embargo, esta recomendación no fue
tomada en cuenta por los israelitas del reino del Sur, quienes también debieron
pagar el precio por su necedad contra Dios.
Aún
los profetas y los sacerdotes de Dios en Jerusalén se habían convertido en un grupo
de borrachos que ni siquiera podía recibir la Palabra de Dios debido a la
cantidad de licor que tomaban, todas sus mesas estaban sucias, y a pesar de que
el Señor intentó hablarles, ellos no quisieron obedecer. Los gobernantes de la
nación creyeron que haciendo pacto con Egipto estarían a salvo, pero el
poderoso ejército de Asiria destruiría esa falsa protección, y cuando
llegase ese momento terrible, una gran desgracia los aplastaría. Dios
estaba decidido a actuar y lo haría en forma misteriosa, Él destruiría ambos
reinos. Tristemente, Jerusalén ardería en llamas, sería rodeada, humillada y
duramente castigada. La verdad esto se lee y se siente dolor, ¿Cierto? Y es que
uno aprende a tener identidad también con esta nación, el pueblo amado de Dios;
me pregunto cuanta indignación tuvo que haber sentido el Señor para haber
levantado esta sentencia en contra de sus hijos, su piedra valiosa y escogida;
tanto lo irrespetaron, tanto lo ofendieron, fue tanto su desprecio que ni
el mismísimo Dios lo pudo soportar. En Jerusalén solo iba a sentirse
estruendos, tempestades y tormentas; sus habitantes morirían de hambre y de
sed, y todas sus fortalezas serían derribadas. A pesar de todos estos anuncios
por parte de Isaías, Judá simplemente no quiso escuchar ni arrepentirse, los
profetas debían ser los ojos del pueblo, pero seguían como ciegos, incapaces de
entender las visiones de Dios; por esta razón, el Señor declaró a Isaías esas
penetrantes y grandes palabras que muchos conocemos y aún, tememos: Porque
este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su
corazón está lejos de mí.
Finalmente
hay promesa de redención para Israel, como siempre, los humildes crecerían
en alegría en Jehová, y aun los más pobres de los hombres se gozarían en el
Santo de Israel. El escarnecedor sería consumido, y destruido sería el que se
desvelaba para hacer iniquidad; pero el Señor, que rescató a Abraham,
estableció que los israelitas no sentirían más vergüenza, y cuando sus
descendientes viesen todo lo que Dios había hecho entre
ellos, reconocerían que el Señor es un Dios santo, y le mostrarían
respeto; los que estaban confundidos aprenderían a ser sabios, y hasta los
más testarudos aceptarían sus enseñanzas. Nuestro Dios ama la justicia y
siempre quiere demostrarnos cuánto nos ama, en Jerusalén ya no se iba a
volver a llorar, y el Señor sanaría todas sus heridas. Posterior a esto, Dios,
como un fuego ardiente, castigaría a Asiría por haber lastimado a Israel y
la destruiría por completo; mientras todo eso aconteciera,
los israelitas escucharían canciones como en una noche de
fiesta; irían con el corazón alegre, como los que caminan al
ritmo de las flautas; irían al monte de Dios, pues Él sería su
refugio. La luz de la luna volvería a salir sobre Israel, y la luz del sol
brillaría siete veces más, como siete soles brillando juntos.
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